Escribí esta publicación en 1996. La recupero ahora
porque acaba de publicarse un libro sobre Erzsébet Báthory que supone una
investigación histórica acerca del personaje (o más bien la persona) para
tratar de descubrir lo que hay de verdad y de leyenda o ficción en el mito de
la Condesa Sangrienta. Se trata de la obra de Laura Blázquez Cruz, académica de
la Universidad de Jaén, titulada La Hungría de Erzsébet Bhátory, la Condesa
Sangrienta. En cuanto pueda leeré el libro y haré una reseña.
Como podrá comprobarse, la publicación que rescato y
que añado tras estas líneas comenta el mito de la condesa y dos de las
principales obras escritas sobre ella, de Valentine Penrose y Alejandra
Pizarnik. En 1996, yo me recreaba en ese mito, en la monstruosidad del
personaje de Báthory y en la fascinación que pueden producirnos los monstruos,
también en la belleza del texto de Pizarnik, que es sobre todo una reflexión
estética, bastante lejos de la investigación rigurosa, pues de hecho no lo
pretende, sino que se deja llevar por esa fascinación de la que he hablado, el
hechizo del mal y de lo monstruoso. La crueldad, la muerte, la sexualidad, el
poder, la impunidad son temas que ya explicitó el Marqués de Sade en sus obras.
Erzsébet Báthory está muy cerca de lo sadiano, como bien explicita Pizarnik o mostró
Pilar Pedraza en su novela La fase del rubí.
ACERCA DE ERZSÉBET BÁTHORY, LA CONDESA SANGRIENTA
«...que el viento que yo soplo sea furor y odio
absoluto».
Las Furias
Monique Wittig. Borrador para un diccionario de las
amantes.
Resulta difícil hablar sobre ella, Erzsébet Báthory, la Condesa Cruel, la
noble húngara que en el siglo XVI hizo torturar y asesinar a más de seiscientas
muchachas, que se bañaba en la sangre de sus víctimas para conseguir la eterna
juventud, para conservar su belleza. La
Loba, la
Alimaña de Csejthe.
Hay dos libros fundamentales sobre Erzsébet. Los dos
llevan el mismo título: La
Condesa Sangrienta. Uno lo escribió la francesa
Valentine Penrose. Otro, Alejandra Pizarnik, argentina. Las dos eran poetas.
Ninguna escribe una biografía al uso. Sus libros son más bien divagaciones:
lírica, caótica, esotérica, la de Penrose; más concisa, intensa y hermosa la de
Pizarnik.
Erzsébet Báthory nació en 1560, en Hungría, «el país
más salvaje de la Europa
feudal», escribe Penrose; entonces, como tantas otras veces, una tierra
dividida: los turcos ocupaban el este y el centro; el resto se encontraba bajo
el poder de los Habsburgo. Mientras, en Inglaterra reinaba Isabel I; Felipe II,
en España; en Rusia, Iván el Terrible; la Reforma de Lutero estremecía Europa.
Ella perteneció a una familia muy noble, uno de esos
linajes ilustres y antiguos que tanto gustaban a Poe. «Los Báthory eran
crueles, temerarios y lujuriosos», escribe Pizarnik. Abundaban los locos,
quizás a causa de los matrimonios consanguíneos. Los locos y los valientes. De
ahí el poder y la fama de su apellido. A los quince años, Erzsébet se casó con
un guerrero, el conde Ferencz Nádasdy. Tuvieron varios hijos. Pero en 1604
Nádasdy muere. A partir de ese momento comienzan los crímenes de su esposa.
Se habla de 610, 620, 650 víctimas. Se habla de la
adhesión de la condesa a la magia negra para librarse de cualquier posible
amenaza o daño, para mantenerse joven y hermosa. Fue una de las brujas que
tenía a su servicio quien la inició en el crimen, quien le enseñó su
significado, su finalidad.
Dicen que era lesbiana. Que tal vez no lo sabía o lo
consideraba uno de sus derechos de noble. Lo cierto es que sólo mató a mujeres,
y que una de sus aficiones consistía en obligar a las jóvenes que servían en su
castillo a trabajar desnudas mientras ella las miraba.
También dicen —Penrose y Pizarnik— que Erzsébet era
muy guapa y vanidosa. Como la madrastra de Blancanieves, pasaba largas horas
ante un espejo que ella misma había diseñado. Quizás le preguntaba por su
belleza, o buscaba en la imagen del cristal algún indicio de su alma.
Seguramente no la encontró nunca. Para mantener su juventud y su hermosura,
utilizaba la magia negra y tomaba baños con la sangre de bellas muchachas,
preferiblemente vírgenes. Ansiaba esa sangre con la misma sed que un vampiro.
Padeció el gran mal del siglo XVI: la melancolía.
Siempre se aburrió de forma tremenda, asegura Penrose.
«Un color invariable rige al melancólico: su interior
es un espacio de color de luto; nada pasa allí, nadie pasa», ahora escribe
Pizarnik. «Es una escena sin decorados donde el yo inerte es asistido por el yo
que sufre por esa inercia. Este quisiera liberar al prisionero, pero cualquier
tentativa fracasa... Pero hay remedios fugitivos: los placeres sexuales, por
ejemplo, por un breve tiempo pueden borrar la silenciosa galería de ecos y de
espejos que es el alma melancólica. Y más aún: hasta puede iluminar ese recinto
enlutado y transformarlo en una suerte de cajita de música con figuras de vivos
y alegres colores que danzan y cantan deliciosamente. La cajita de música no es
un medio de comparación gratuito. Creo que la melancolía es, en suma, un
problema musical: una disonancia, un ritmo trastornado. Mientras afuera todo
sucede con un ritmo vertiginoso de cascada, adentro hay una lentitud exhausta
de gota de agua cayendo de tanto en tanto. Pero por un instante —sea por una
música salvaje, o alguna droga, o el acto sexual en su máxima violencia— el
ritmo lentísimo del melancólico no sólo llega a acordarse con el del mundo
externo, sino que lo sobrepasa con una desmesura indeciblemente dichosa; y el
yo vibra animado por energías delirantes».

Es inevitable preguntarse qué sentía en realidad Erzsébet
Báthory mientras se hartaba de sangre y de muerte en la sala de torturas de su
castillo de Csejthe. Ni Penrose ni Pizarnik lo saben. Saben que no sabía lo que
era el remordimiento. Atisban su soledad absoluta, lo terrible de su apatía
incluso cuando contemplaba matar y morir. También resulta imposible no recordar
a Sade, no definirla como sádica, ya que buscaba el placer provocado por el
sufrimiento ajeno, el éxtasis en el crimen.
Dice Pizarnik: «el desfallecimiento sexual nos obliga
a gestos y expresiones del morir (jadeos y estertores como de agonía; lamentos
y quejidos arrancados por el paroxismo). Si el acto sexual implica una suerte
de muerte, Erzsébet Báthory necesitaba de la muerte visible, elemental,
grosera, para poder, a su vez, morir de esa muerte figurada que viene a ser el
orgasmo». Al igual que un sádico, necesitaba saberse poderosa: igual que «la
Muerte, esa Dama que asola y agosta cómo y dónde quiere», dueña de la vida y
del dolor de otros.
¿Cómo no atreverse a conjeturar que todo esto se debía
a que era incapaz de sentir realmente? Incapaz para el amor, desde luego.
Incapaz de soñar. «No era una soñadora», escribe Valentine Penrose. «Una
personalidad de este tipo se esconde siempre tras un caparazón de
preocupaciones de orden práctico: tras la espesura de las futilidades, de las
vanidades, de las riñas domésticas, de las complicaciones familiares, ahí es
donde se ensancha, en lo más hondo, el gran lago cruel».
Ni siquiera le
era posible saciar su sed de sangre, a diferencia de un vampiro. Una vez y
otra, después de la crueldad, el frenesí, los gritos de loba al contemplar el
dolor, la agonía, la muerte de sus presas, retornaba la quietud, el silencio,
las horas lentas, el hastío. Y es que, a diferencia de un vampiro, el sádico
repite sus crímenes no por hambre, sino porque ninguno de ellos consigue su
objetivo: hacer duradero, auténtico, verdaderamente suyo, el goce. El placer se
escapa de nuevo, y la criminal se queda inerte, hueca.

Me hago otra pregunta: ¿cómo puede fascinar un
personaje como Erzsébet Báthory, si no a Valentine Penrose, sí desde luego a
Alejandra Pizarnik? Y a Pilar Pedraza, que tuvo en cuenta a Báthory para crear una
novela inolvidable, La fase del rubí y su protagonista Imperatrice.
Pizarnik comienza su obra con una cita de Sartre: «El criminal no hace la
belleza; él mismo es la auténtica belleza». Y continúa, refiriéndose a la
biografía escrita por Penrose, en la que ella se basa para escribir a su vez
sobre Erzsébet: «La perversión sexual y la demencia de la condesa Báthory son
tan evidentes que Valentine Penrose se desentiende de ellas para concentrarse
exclusivamente en la belleza convulsiva del personaje. No es fácil mostrar esta
suerte de belleza. Valentine Penrose, sin embargo, lo ha logrado, pues juega
admirablemente con los valores estéticos de esta tenebrosa historia». Palabras
que podría aplicarse a sí misma la poeta argentina. Después, en capítulos
escuetos, Pizarnik nos describe minuciosamente los placeres de aquella dama
sombría (o más bien horriblemente tenebrosa, como la califica Penrose).
Instrumentos,
modos de tortura: la Virgen
de hierro. «Había en Nuremberg un famoso autómata llamado “la Virgen de hierro”. La
condesa Báthory adquirió una réplica para la sala de torturas de su castillo de
Csejthe. Esta dama metálica era del tamaño y del color de la criatura humana.
Desnuda, maquillada, enjoyada, con rubios cabellos que llegaban al suelo, un
mecanismo permitía que sus labios se abrieran en una sonrisa, que los ojos se
movieran. La condesa, sentada en su trono, contempla. Para que la “Virgen”
entre en acción, es preciso tocar algunas piedras preciosas de su collar.
Responde inmediatamente con horribles sonidos mecánicos y muy lentamente alza
los blancos brazos para que se cierren en perfecto abrazo sobre lo que está más
cerca de ella —en este caso una muchacha. La autómata la abraza y ya nadie
podrá desanudar el cuerpo vivo del cuerpo de hierro, ambos iguales en belleza.
De pronto, los senos maquillados de la dama de hierro se abren y aparecen cinco
puñales que atraviesan a su viviente compañera de largos cabellos sueltos como
los suyos».
Torturas clásicas: «Se escogían varias muchachas
altas, bellas y resistentes—su edad oscilaba entre los 12 y los 18 años— y se
las arrastraba a la sala de torturas en donde esperaba, vestida de blanco en su
trono, la condesa. Una vez maniatadas, las sirvientas las flagelaban hasta que
la piel del cuerpo se desgarraba y las muchachas se transformaban en llagas
tumefactas: les aplicaban los atizadores enrojecidos al fuego; les cortaban los
dedos con tijeras o cizallas; les practicaban incisiones con navajas. La sangre
manaba como un géiser y el vestido blanco de la dama nocturna se volvía rojo. Y
tanto, que debía ir a su aposento y cambiarlo por otro (¿en qué pensaría
durante esa breve interrupción?) También los muros y el techo se teñían de
rojo. No siempre la dama permanecía ociosa en tanto los demás se afanaban y
trabajaban en torno a ella. A veces colaboraba, y entonces, con gran ímpetu,
arrancaba la carne –en los lugares más sensibles- mediante pequeñas pinzas de
plata, hundía agujas, cortaba la piel de entre los dedos, aplicaba a las
plantas de los pies cucharas y planchas enrojecidas al fuego, fustigaba... En
fin, cuando se enfermaba las hacía traer a su lecho y las mordía... Durante sus
crisis eróticas, escapaban de sus labios palabras procaces destinadas a las
supliciadas. Imprecaciones soeces y gritos de loba eran sus formas expresivas
mientras recorría, enardecida, el tenebroso recinto. Pero nada era más
espantoso que su risa. (Resumo: el castillo medieval; la sala de torturas; las
tiernas muchachas; las viejas y horrendas sirvientas; la hermosa alucinada
riendo desde su maldito éxtasis provocado por el sufrimiento ajeno.)»
«Cuando los castigos eran ejecutados en el aposento de
Erzsébet, se hacía necesario, por la noche, esparcir grandes cantidades de
cenizas en derredor del lecho para que la noble dama atravesara sin dificultad
las vastas charcas de sangre».
¿Estamos,
leyendo este librito de Pizarnik, tal vez ni siquiera un relato, más bien un
texto inclasificable, ante un simple juego intelectual, literario, un intento
de emular a los poetas malditos, su estética del mal, sus provocaciones? ¿O es
que la sensibilidad de Pizarnik, sin duda extremada hasta lo enfermizo, le
permitía vislumbrar cuán imprecisa es la frontera entre el placer y el dolor,
el goce refinado y la tortura, y sobre todo, adivinar ese gran lago cruel que
puede ocultarse incluso en las vísceras de aquellos a quienes repugna Erzsébet
Báthory? Laberintos subterráneos, cámaras secretas, puertas condenadas. Así era
Csejthe, el castillo de los Cárpatos donde vivió, donde habrá de morir la
condesa. En los sueños nocturnos, el castillo acostumbra a ser una metáfora de
nosotros mismos.
La historia de Erzsébet Báthory acaba así:
«Durante seis años la condesa asesinó impunemente. En
el transcurso de esos años, no habían cesado de correr los más tristes rumores
a su respecto. Pero el nombre Báthory, no sólo ilustre sino activamente
protegido por los Habsburgo, atemorizaba a los probables denunciadores. Hacia
1610, el rey tenía los más siniestros informes —acompañados de pruebas— acerca
de la condesa. Después de largas vacilaciones decidió tomar severas medidas.
Encargó al poderoso palatino Thurzó que indagara los luctuosos hechos de Csejthe
y castigase a la culpable». (Pizarnik). Un dato importante: Báthory torturó y
asesinó también algunas jóvenes de la nobleza y no solo a campesinas,
impulsada, parece, por la escasez de estas y porque los aldeanos, que ya iban
conociendo la terrible realidad, se negaban a enviar a sus jóvenes al castillo.
Esa fue la perdición de la condesa, pues como aristócrata tenía derecho de vida
y de muerte sobre sus súbditos y nadie la podía acusar por ello, una total
impunidad, pero no ocurría lo mismo si escogía como víctimas a muchachas de alta
alcurnia.
Thurzó era pariente político de la condesa. Parece ser
que era asimismo un hombre justo y honrado. En compañía de sus hombres, llegó a
Csejthe sin anunciarse. La noche anterior había tenido lugar una nueva
ceremonia sangrienta. Erzsébet, sabedora del peligro que se avecinaba, se había
mostrado más salvaje, más frenética que nunca. Sus cómplices quedaron tan
agotados ese día que no limpiaron la sala de torturas, como era costumbre
hacer. Thurzó bajó a los subterráneos, vio los muros salpicados de sangre, el cadáver
de una joven desnuda, otras dos que agonizaban en un rincón; vio la Virgen de hierro, y en una
de las celdas a un grupo de muchachas que aguardaban su turno para morir y que
le dijeron que después de muchos días de ayuno les habían servido una cierta
carne asada que había pertenecido a los hermosos cuerpos de sus compañeras
muertas. Trastornado, Thurzó buscó a Erzsébet para acusarla. Cuando la
encontró, ella no negó nada; proclamó, por el contrario, que todo entraba en
sus derechos de mujer noble y de alto rango.
Se inició un proceso, pero no contra Erzsébet sino
contra sus cómplices: las criadas viejas y horribles. Fueron quemadas en la
hoguera. A Erzsébet se la condenó a prisión perpetua en su castillo. No se
atrevieron a ejecutarla. Ese castigo hubiera podido ser un mal ejemplo para el
pueblo, un peligro para otros nobles.
La emparedaron en su habitación. Se muraron las
puertas y ventanas del aposento. En una pared se hizo un agujero para poder
pasarle la comida.
«Así vivió más de tres años», termina Pizarnik, «casi
muerta de frío y de hambre. Nunca demostró arrepentimiento. Nunca comprendió
por qué la condenaron. El 21 de agosto de 1614, un cronista de la época
escribía: “Murió hacia el anochecer, abandonada de todos”».
El final que nos ofrece la autora argentina me parece
sublime:
«Ella no sintió miedo, no tembló nunca. Entonces,
ninguna compasión ni emoción ni admiración por ella. Solo un quedarse en
suspenso en el exceso de horror, una fascinación por ese vestido blanco que se
vuelve rojo, por la idea de un absoluto desgarramiento, por la evocación de un
silencio constelado de gritos en donde todo es la imagen de una belleza
inaceptable».
«Como Sade en sus escritos, como Gilles de Rais en sus
crímenes, la condesa Báthory alcanzó, más allá de todo límite, el último fondo
del desenfreno. Ella es una prueba más de que la libertad absoluta de la
criatura humana es horrible».
Lola Robles, 1996
Referencias bibliográficas:
PENROSE, Valentine, La Condesa Sangrienta. Editorial
Siruela.
PIZARNIK, Alejandra, La Condesa Sangrienta. Editorial
Libros del Zorro Rojo.
PEDRAZA, Pilar, La fase del rubí. Editorial
Valdemar.